Comentario
La historiografía del arte en el siglo XIX instituyó la calificación de neoclásica para una arquitectura que sus artífices no adjetivaban así, a pesar de la vigencia del término hasta ahora mismo. Desde mediados del siglo XVIII, una voluntad de "restauración de la arquitectura greco-romana", en las palabras de los protagonistas de los hechos y de sus primeros mentores, queda instituida como materialización del ideal artístico de la Ilustración, asociado a la reacción contra el gusto barroco y rococó, a la normalización universalista del codificado lenguaje arquitectónico de la Antigüedad clásica y a la nueva comprensión de las leyes de la Naturaleza, con la razón y la experiencia como guías, en su relación con la imitación o la invención que dirige la obra, según ésta se interprete como una sustracción o como una adición de principios de transformación al orden existente; asociado también a la relectura crítica de los tratados antiguos de la disciplina arquitectónica, muy singularmente a la exégesis de Vitruvio, y a los descubrimientos que la arqueología aportaba como ampliación de un canónico repertorio referencial de tipos y modelos, como nuevo instrumento de cotejo entre la teoría y la práctica.
Aquella voluntad de restauración no era nueva; el primer humanismo renacentista, que estudió y usó como referente artístico la Antigüedad greco-romana, había quedado diluido en las particularizaciones autóctonas de cada escuela por las distorsiones y los excesos decorativos del Barroco, por su disociación entre interior y exterior de la arquitectura y por sus heterodoxias frente a la normativa; en consecuencia, el Siglo de las Luces promueve una vuelta al ideal clásico, sinónimo de racionalidad codificada, que podía sentirse no como perdido, sino como continuado, participando de una tradición también moderna, aunque desvirtuada; o como perdido y reinstaurado, si remonta a los orígenes su preferencia por los modelos a seguir.